martes, 1 de octubre de 2013

SEGUNDO PREMIO 2013: "EL PINCHAZO" DE FERNANDO MOLERO CAMPOS (CORDOBA)

EL PINCHAZO
De Fernando Molero Campos (Córdoba)



J. L. tenía una teoría sobre el amor. En realidad todo el mundo tiene teorías. Sobre las relaciones de pareja, el deshielo de los casquetes polares, la mala educación, o sobre lo que sea. Las teorías son el escudo de los cobardes, la cámara acorazada de quienes se sienten inferiores a los demás.
La de J. L. cuestionaba la durabilidad del amor atendiendo a factores puramente químicos. Según él, su duración se reducía a un espacio temporal de dos o tres años a lo sumo. Los que tardaban en extinguirse en el cerebro determinadas reacciones químicas.
K. estaba harta de sus teorías. Especialmente de ésta. K. quería a J. L. Y aunque era consciente de que las cosas no les iban bien últimamente, no cejaba en su empeño de mantener viva la llama de ese amor que los unió hacía ahora algo más de seis años. Había variado la intensidad de sus sentimientos hacia J. L., no los sentimientos mismos. Vale que nada era igual que cuando se conocieron, pero merecía la pena luchar contra esa química de la que hablaba de cuando en cuando.
Lo que más rabia de todo le daba a K. de esa teoría de los cojones, término que utilizaba cuando se enfadaba, era que no le pertenecía, que la había escuchado por ahí y la repetía como un mantra.
- Qué pesado te pones.
- Es la verdad. No la he inventado yo.
- Eso por supuesto. La originalidad tampoco está entre tus escasas virtudes.
Luego el silencio y hasta la próxima. Era J. L. de los que tropezaban en la misma teoría una y otra vez, sin advertir sus consecuencias.
 
- Hagamos un viaje –le dijo en cierta ocasión K.
Quería ella recomponer su maltrecha relación de pareja. Recuperar el entusiasmo de antaño. Pensaba que las diferencias podían superarse poniendo cada uno un poco de su parte. Eran demasiado jóvenes para rendirse a las puertas mismas del desamor. Una escapada solos, sin familia, sin amigos, sin mapa, sin destino. ¡Qué mejor iniciativa para reconducir su relación!
- Hagamos un viaje.
- Está bien. Como quieras. ¿Adónde?
- Adonde sea.
 
K. se tomó dos días de vacaciones que le debían en la empresa. Trabajaba en una agencia de publicidad. Estaba muy bien considerada. Sus ideas siempre resultaban brillantes. Ella se encontraba detrás o al frente de las mejores campañas. Había hecho ganar mucho dinero a sus jefes, que no le negaban nada. P., un compañero de trabajo, no paraba de tirarle los tejos. Aprovechaba los descansos, las comidas después de las reuniones o las copas de celebración al cierre de un buen negocio para decirle que le gustaba mucho, que no entendía qué hacía una mujer como ella con un tipo como J. L.
- Con lo que tú vales. No sé qué ves en él.
- Muy sencillo: algo que no veo en ti.
A P. no le importaba que K. lo rechazara. Insistía una y otra vez. En el fondo de su corazón, también P. tenía una teoría. La suya era que a las mujeres se las conquistaba con insistencia. Que sus negativas, lejos de marcar distancias, invitaban a perseverar. Según él nada halagaba más a una mujer que el hecho de que un hombre no desfalleciera en el intento de enamorarla.
K. admiraba el tesón de P. Su empeño. Que jamás intentara sobrepasarse. A K., P., le parecía un tipo singular, simpático. Pero ella estaba enamorada de J. L., y le daba igual que no entendiera qué hacía con él. A veces ella tampoco lo comprendía. ¿Acaso no era eso el amor: la imposibilidad de explicar con palabras la materia inaprensible de los sentimientos?
 J. L. aparcó la escritura de la que iba a ser su segunda novela. La primera había sido un éxito relativo de crítica y ventas. Para la segunda, la editorial le había dado un anticipo con el compromiso de tenerla lista antes de Navidad. Eran fechas en las que la gente compraba libros. No para leerlos. Para regalarlos. Todavía faltaban más de siete meses. Disponía de tiempo más que suficiente. Aunque estaba atascado a la mitad. Una crisis de creatividad. Llevaba unas noventa páginas de las doscientas que había calculado que le llevaría contar la historia de un hombre que finge haber perdido la memoria y se obliga a reconstruir un mundo a su imagen y semejanza amparándose en esa eventualidad. Tenía a su personaje en una encrucijada y no sabía cómo resolver la situación. Lo había llevado al límite demasiado pronto. Así que un viaje no le vendría nada mal. Para desentumecer el músculo de la escritura. También para pasar más tiempo con K., a la que tenía un tanto abandonada. La había notado cansada en los últimos tiempos. Ella, que tan enérgica era.
 
No madrugaron la mañana del viaje. Las maletas las habían dejado hechas la noche anterior. Poca roca pero escogida. Camisetas y vaqueros él. Ella, básicamente, vestidos cortos de flores y su mejor lencería. Además del exiguo equipaje, también habían cargado en el maletero con una neverita de playa llena de latas de cerveza y refrescos de cola, la tienda de campaña y los útiles necesarios por si decidían acampar. No tenían nada planeado. En principio les daba igual alojarse en un sitio u otro, aunque preferían un hotel. Cuestión de comodidad.
- ¿Qué dirección tomamos? –dijo J. L. antes de arrancar el coche.
- Salgamos a la general y vayamos hacia el sur –dijo K.
Habían acordado que compartirían la carga al volante. Cambiarían de asiento después de cada parada si ésta no se prolongaba más de cien o doscientos kilómetros como máximo.
J. L. encendió la radio.
Aún circulaban por la ciudad y no paraban de gastarse bromas. Se les veía felices. Entusiasmados. La añorada segunda oportunidad que muchos reclaman cuando las ruinas hacen ya imposible la reconstrucción del edificio. Bien que en su caso, K. sobre todo, había tenido la visión de adelantarla antes de que su vida en común se viniera abajo.
El viaje en sí era lo importante. La carretera mandaba. Y también el paisaje, que de cuando en cuando K. contemplaba a través del cristal, entornando los ojos para que se difuminaran las formas y emergieran los colores.
- ¿Qué haces? –le preguntó J. L.
- Mirando los colores que nos rodean. Están por todas partes. Muchas veces creo que el mundo es de los colores. Que la vida son sólo colores. Que cada uno de nosotros somos un color distinto.
- Interesante. Y luego te quejas de mis teorías.
- De tu teoría. Siempre la misma. Repetitiva. Cansina. Sin variantes.
J. L. percibió el ligero enfado que sus palabras habían causado en K.
- Entonces, según tú, qué color somos nosotros.
- Yo soy un azul turquesa de transparencia marina. Tú, me parece que el beige que se oculta tras el brillo de los muebles después de barnizados.
- Pues no son colores que casen muy bien, la verdad.
Fue ahora K. la que se dio cuenta de que acababa de meter la pata. Bonita manera de salvar lo suyo del naufragio. Ella era el agua; J. L. la balsa que, de madera, sobrevive.
- Va, déjalo, es una estupidez que se me acaba de ocurrir –dijo K.-. ¿Estás cansado?
- Todavía no. Si te parece cambiamos cuando el cuentakilómetros llegue a los noventa mil.
- ¿Por cuánto va?
- Faltan exactamente ochenta y tres kilómetros. Ochenta y dos. Ochenta y uno.
- De acuerdo. Mientras tanto carretera. Cuando conduzca yo elegiré un desvío. Viajar por la autovía es un coñazo. Es todo muy monótono.
- Pero es muy cómodo.
- Sí si vas a algún sitio concreto y quieres llegar pronto.
 
Justo un segundo después de que el cuentakilómetros marcara la cifra de cuatro ceros con un nueve delante en que ambos habían acordado que K. cogería el volante, J. L. maniobró bruscamente, frenó casi en seco y se detuvo en el arcén. Un par de coches que circulaban detrás le pitaron.
- ¿Qué haces, estás loco? Que nos vamos a matar –le regañó K.
- Noventa mil kilómetros. Tu turno.
- Podías haber esperado hasta que encontraras un sitio más apropiado para parar, digo yo.
- Ya sabes que soy muy puntilloso con las cifras.
- Sí, bien que lo sé. Ojalá fueras en todo así de puntilloso.
J. L. no le respondió. Puso a funcionar las cuatro intermitencias y bajó del coche. K. también salió del automóvil pero no se cruzaron. Él lo rodeó por delante y ella dio la vuelta por detrás.
- Mi turno –dijo K. después de meter primera y salir de nuevo a la autovía-. Ahora mando.
Conducir la ponía feliz y no sabía por qué. Quizá porque siempre lo había identificado con una sensación de libertad. Admiraba a esas mujeres valientes que se subían a horcajadas encima de motos de gran cilindrada y, sin un hombre delante a cuya cintura sujetarse, aferraban con fuerza el manillar y aceleraban.
A J. L. le daba igual ser su dueño o su esclavo. Es más, ni siquiera escuchó las palabras de K. cuando anunció que le tocaba a ella conducir, ocupado como estaba en contemplar la blancura de sus muslos. Porque a K., sin darse cuenta al sentarse, se le había subido el vestido que ya era corto de por sí, dejando sus piernas al descubierto. Cuando ella reparó en la ausencia de J. L. y en la dirección de su mirada, lejos de bajarse el vestido lo levantó ligeramente y le preguntó:
- ¿Te gusta lo que ves?
- Mucho. Si no fuera porque vas conduciendo, ahora mismo me tiraba de cabeza a la piscina.
Por un instante ella volvió a pensar en el agua que acoge y la madera que flota.
- Pues lo siento. Lo mirarás y no lo saborearás. Te va a tocar esperar. Así cuando me pilles lo harás con más ganas.
J. L. hizo un mohín, cerró los ojos y desvió la mirada. Recompuso su postura en el asiento.
K. cambió de emisora. Buscaba algún tipo de música más animada.
 
Sonaba una canción pop muy pegadiza cuando K., sin pedir opinión a J. L., tomó un desvío y salió de la general. Había visto un cartel con un nombre que le gustó. El nombre de un pueblo que quedaba a unos cuarenta kilómetros.
- ¿Adónde vas? –preguntó J. L. dejando de tararear.
- No sé. A un pueblo al que se va por aquí. Dijimos sin mapa ni guía, ¿recuerdas?
Volvió él a la canción y a sus pensamientos. En cierta manera se arrepentía de haberse dejado convencer por K. de aquel viaje sin destino.
- ¿En qué piensas?
- En nada. En esta musiquilla que se te mete en los oídos y que no te la puedes sacar de la cabeza. Te obliga a canturrear aunque no quieras. Ya me gustaría a mí que mis libros fueran así.
A pocos kilómetros del desvío, la carretera pasó de ser regional a comarcal. Se estrechó tanto que a duras penas podrían pasar dos vehículos al mismo tiempo. De momento ellos no se habían cruzado con ninguno. Aquella soledad inmensa presidida por altos sembrados reconfortó a K.
De súbito notó que el coche se le iba a un lado y a otro sin que pudiera controlarlo, como si el volante no lo gobernara ella sino una fuerza exterior más poderosa que sus brazos.
- ¿Qué ocurre? –preguntó J. L.
- No sé. Es muy raro. De pronto el coche ha empezado a dar bandazos.
- Será por el mal estado del pavimento.
- Lo dudo, porque llevo todo el rato sorteando baches y antes no he tenido esta sensación.
- Mira, allí a lo lejos se ve un camino. Reduce la velocidad y métete en él cuando llegues.
- ¿Más todavía? Si voy a treinta por hora.
- Me parece que hemos pinchado.
- No me jodas. Qué mala suerte.
J. L. asintió sin decir nada más. Aunque sabía que era una estupidez, algo fruto de la casualidad más tonta, en el fondo la culpaba a ella de la molestia que arreglar el pinchazo le iba a ocasionar.
 
La cara de fastidio de K. era un reflejo especular inexacto de aquella otra con la que se había ilusionado antes del viaje. Consideró el pinchazo un mal augurio. Le parecieron interminables los escasos metros que los separaban del sendero de tierra en el que J. L. le había dicho que se detuviera.
Respiró aliviada cuando al fin salió de la mal llamada carretera y detuvo el coche en el camino polvoriento. Cesó el runrún de la llanta devorando la goma de la rueda a medias con el alquitrán famélico de la calzada.
J. L. y K. se miraron a los ojos. Dos extraños en medio de la nada.
- Como tú conducías, eres tú quien tiene que cambiar la rueda –dijo J. L. muy serio, aunque pretendía que sus palabras fueran el comienzo de una broma que a K. se le antojó de mal gusto.
- Ah, ¿sí? ¿Qué te apuestas a que puedo arreglarlo sin mancharme las manos siquiera?
- ¿Con ayuda de quién, si no hay un alma a veinte o treinta kilómetros a la redonda?
- ¿No has oído nunca el dicho de que Dios proveerá? Pues eso.
- De acuerdo, tú lo has querido –la retó J. L. dejando traslucir ahora los gestos que evidenciaban que se trataba de una broma y que K. supo interpretar en su justa medida-. Hay que poner un tiempo para la apuesta. Tampoco es cosa de pasarse aquí todo el día. ¿Te parece bien media hora?
- Tengo la corazonada de que me van a sobrar algunos minutos.
K. se bajó del coche y se asomó a la carretera, que era la piel de un viejo reptil o el lomo fosilizado de un dinosaurio extinto tras el encuentro del planeta con el meteorito. Sin que se diera cuenta, J. L. también salió del coche y se escondió en el sembrado. Sólo tuvo que agacharse un poco para quedar completamente oculto. Estaba bellísima K., allí plantada, con su vestido ligero y su pelo recogido en una cola de caballo.
El sol del mediodía caía a plomo sobre la cabeza y los hombros de K. Reflejos dorados en su cabello. La piel dorándosele. Un tirante caído sobre el brazo.
J. L. la observó desde su escondite entre el sembrado. K. miraba en una y otra dirección. Ni siquiera se había propuesto cambiar la rueda ella misma. Sabía que no podría. Confiaba en que la providencia pondría en su camino a alguien que lo hiciera por ella. J. L. sonrió pensando cuánto tardaría en pedirle ayuda.
K. tardó unos minutos en darse cuenta de que J. L. no se encontraba en el coche. Se le había pasado por la cabeza la idea de renunciar a la apuesta. Estar allí, en mitad de la nada, perdiendo el tiempo, le resultó de pronto un insulto a esas minivacaciones que se había tomado en el trabajo.
- ¿Dónde te has metido? –gritó.
No obtuvo respuesta. J. L. agarró dos tallos y los movió como si las panochas bailaran una extraña danza ritual. ¿Se trataba de un nuevo juego? Pues K. estaba dispuesta a jugar.
- Sé que andas entre los girasoles. Mirándome. ¿Es eso lo que te gusta? ¿Espiar a las mujeres?
K. se subió la falda por un lado hasta dejar al descubierto el final glorioso de un muslo. Con la otra pierna adelantada y el pulgar de la mano derecha levantado, escenificó el gesto de hacer autoestop. Pero J. L. no salió de su escondrijo. Ni siquiera cuando K. lo provocó con nuevas palabras.
- ¿Te va bien así? ¿Te gusta lo que ves, cobarde?
Ella no pensaba en él. Fantaseaba con la posibilidad de que un hombre-anuncio de tejanos con camiseta y barba de cinco días condujera una camioneta herrumbrosa y se detuviera a su lado y le hiciera un amor violento sobre la chapa recalentada de su coche pinchado y sucio de polvo del camino.
Instintivamente metió las manos bajo el vestido y deslizó las braguitas sobre sus muslos. Se las sacó por los pies y las agitó al viento como una banderita. Luego ella se alzó el vestido por detrás y le enseñó las dos lunas de su culo hendido por el rayo más perverso de la divinidad.
J. L. se decidió a salir como uno de sus antepasados primitivos, un homo erectus o un neardenthal. La golpearía en la cabeza con un garrote o una planta de girasol en su defecto, la arrastraría hasta el sembrado, donde le arrancaría el vestido con sus propias manos y le heriría la piel, fornicaría con ella igual que un animal que hubiera olvidado su antigua condición humana.
Pero cuando ya estaba a punto de abandonar el escondite, el ruido asmático del motor de un coche le obligó a desistir. Se agachó de nuevo. Ahora sí, por fin, se iba a poner en juego la apuesta. ¿Se pararía alguien y le cambiaría la rueda a K.? ¿La confundirían con una cualquiera, una de esas mujeres que en muchas carreteras se ganan la vida vendiendo el mapa de su cuerpo a geógrafos solitarios? Se justificó a sí mismo diciéndose que él no podía salir porque si lo vieran nadie querría cambiarle una rueda a una mujer que iba acompañada por un hombre. Otra cosa bien distinta era una pobre mujer sola, indefensa, en mitad de un paisaje sin rastro de humanidad.
K. agitó ambas manos reclamando atención, solicitando ayuda. El coche redujo la velocidad. Ella todavía tenía las braguitas en la mano. Reparó en ellas y las arrojó lo más lejos de sí que pudo.
 
El coche se detuvo prácticamente a su altura. De su interior bajaron cuatro individuos de aspecto poco civilizado, con ese aire que tienen los hombres que han crecido en el medio rural y han trabajado la tierra y el barro con sus propias manos. Que venían de trabajar, K. lo supo por la suciedad de su ropa. Un olor a sudor rancio de camisas bañadas en horas de una dura jornada le llegó en oleadas.
- ¿Necesitas ayuda, guapa? –preguntó uno de ellos.
Ella dudó un instante, sopesando si debía responder sí o no. Lo más lógico era que J. L., al ver la situación en que se encontraba, abandonara el sembrado y dijera que no por ella, que inventara cualquier excusa, por ridícula que fuera, para salir del paso y poner punto y final al juego. Pero no lo hizo. Prefirió llevar hasta sus últimas consecuencias la apuesta.
- Sí. He pinchado –respondió K. con amargura, con dolor, con ira contenida.
- Vaya. ¡Qué raro!
- ¿Qué le parece raro? –preguntó K. intrigada.
- No es normal ver a chicas como tú por estos lugares.
- Porque tú eres de la ciudad, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Y estás sola?
K abrió la boca y no dijo nada, como si las palabras se hubieran vaciado de contenido y le sirvieran ya de poco. Los hombres la rodearon observándola: entomólogos que diseccionaran a una rara especie de mariposa. Luego, en un segundo, reaccionó. Si J. L. no había querido anunciar su presencia, por qué habría de hacerlo ella. Se haría como él quisiera.
- Sí. Me he perdido.
- Pues has tenido suerte de que viniéramos nosotros.
- No pasa mucha gente por aquí.
- ¿Qué rueda ha sido?
- Una de las de atrás. La izquierda.
- ¿Tienes un gato?
- Imagino que sí. En el maletero, supongo.
Los cuatro hombres sólo tenían ojos para su cuerpo, sus hombros, esa nuca despejada en la que se perfilaba el nacimiento del pelo: brotes tiernos de un vello delicado, para el latido de sus senos palpitantes, para la curva de su espalda, para el vaivén de sus glúteos liberados de la prisión de las braguitas. ¿A qué sabría su carne, gacela en el centro de una manada de leones?
K. presentía cierto peligro, pero, curiosamente, no sentía miedo alguno, es más, le excitaba sobremanera la situación. Quizá porque en el fondo se sabía protegida por J. L., que saldría en el momento en que algo no fuera bien. Porque se dejaría ver, ¿verdad?
J. L. miró el reloj. Las agujas en el interior de la esfera casi derretida tenían la consistencia del mercurio. Los números eran cuchillos de plomo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el pinchazo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Un cuarto de hora? ¿Una eternidad? Quién estaría en disposición de medir algo tan engañoso como el tiempo. Salir o no salir, ésa era la cuestión. Optó por quedarse escondido.
- Desde luego. Sólo es una rueda pinchada.
- Lo siento –se disculpó K. sin saber por qué.
- No lo sientas, chica. No hay mucha animación por esta zona.
- Eso. No se acostumbra a ver mujeres como tú por estos pagos.
- Me lo tomaré como un cumplido.
- Lo es, lo es.
Puesto que el maletero sólo podía abrirse con llave o pulsando un botón del salpicadero, K. abrió la puerta, puso una rodilla en el asiento y reclinó su cuerpo hacia adelante. Suponía, como ya había dicho, que era detrás donde se hallaba la rueda de repuesto. J. L. nunca la había informado al respecto.
Cualquiera diría que aquel simple gesto lo tenía K. perfectamente ensayado, pues al inclinarse dejó al descubierto sus piernas más allá de lo que la imaginación de un hombre estaría dispuesta a soportar. No digamos cuatro.
- Llevas poca roca, ¿no?
- ¿Todas en la ciudad visten como tú?
- Es que hace calor –respondió K. Se había olvidado por completo de que iba sin braguitas.
- Ni que lo digas. Este moreno nuestro no es precisamente de playa.
- Es de muchas horas al sol currando en el campo.
- Así se curten los hombres de verdad.
- No como esos mierdecillas de la ciudad de los que os soléis rodear las chicas guapas.
J. L. se dio por aludido. La sangre comenzó a hervirle en las venas. Por las palabras de aquellos tipos que empezaban a pasarse. O por el calor. O por el picor que le provocaban las plantas de girasol entre las que se ocultaba. Se planteó la posibilidad de salir. Incluso ensayó en su mente lo que diría y lo que haría. Le sobraban agallas. Para eso y para mucho más. Pero no movió un solo dedo.
Uno de los hombres subió el portón del maletero y descubrió el equipaje. Era un poco más viejo que los demás y parecía algo así como un cabecilla.
- ¿Vas a algún sitio, chica?
- No. Bueno, sí.
- ¿Sí o no? Aclárate.
- No. Digo, sí. Voy de viaje.
- ¿Lejos?
- ¿Por?
- Porque llevas dos maletas.
- Es que necesito mucha ropa. Por el trabajo.
- Ah. Pues encima no llevas mucha. ¿Qué eres una modelo o algo así?
- Ya os lo he dicho. Es por el calor.
- El calor, claro.
- ¿Tienes miedo de nosotros? –preguntó uno de ellos acercándosele en exceso y colocándola en una delicada situación, contra una de las puertas de atrás del coche.
- ¿Por qué habría de tenerlo?
- No sé, una muchacha guapa, sola en mitad del campo, perdida, como en los cuentos. El lobo. La bruja. Cuatro hombres. Quién sabe lo que puede pasar.
- Filo no la asustes. Deja en paz a la chica –dijo el de mayor edad.
K. sudaba por dentro y por fuera. ¿Y si gritaba? ¿Vendría alguien en su ayuda? ¿Sería ese alguien J. L.?  No permitió que el miedo la paralizara. Todo lo contrario. Se escabulló por debajo de los brazos del individuo que la había acorralado contra el coche y buscó la protección del que acababa de defenderla. Se colocó a su lado junto al maletero.
- ¿Quiere que saque todas las cosas? –preguntó K.
- Hay que hacerlo. La rueda de repuesto y las herramientas están debajo. Sin ellas no se puede quitar la pinchada y sustituirla.
K. cogió una maleta y la sacó del coche. La colocó un poco retirada para que no les estorbara.
- ¿Qué clase de hombres sois que permitís que una dama haga el trabajo mientras miráis?
- No te preocupes, no me importa. Yo estoy fuerte.
- Ah, sí. Déjame ver –dijo uno apretándole el brazo a la altura del bíceps.
Contrajo el músculo para endurecerlo. Un gracioso mohín de esfuerzo asomó a su rostro.
- Oye, pues es verdad. Está dura la chica.
Los demás se acercaron, la rodearon y comenzaron a tocarle los hombros y los brazos.
- ¿Las piernas también?
K. asintió.
- ¿Puedo?
K. se encogió de hombros. Imaginó que era P., su compañero de trabajo, el que la iba a acariciar. El hombre se agachó como si fuera a pedirla en matrimonio, abarcó con sus dos manos grandes  y callosas uno de sus muslos y certificó que, en efecto, sus piernas, además de bonitas y bien torneadas, estaban duras. De algo debían servirle las tres sesiones semanales de gimnasio que se chupaba después del trabajo y a las que no faltaba nunca, por muy cansada que estuviera.
- Las mujeres de por aquí son de carnes magras y fofas. Me preguntó cómo sería estar con una mujer como tú.
- ¿Tienes novio?
Estuvo a punto de contestar que sí. Sin embargo la palabra que salió rotunda de su boca fue no.
- No.
Entre unos y otros vaciaron en un segundo el maletero. En el camino, llenándose de polvo, se encontraban las maletas, la tienda de campaña, los accesorios de cámping la nevera llena de latas y comida y algunas otras cosas que J. L. solía llevar siempre incorporadas. Como los triángulos de emergencia, un pequeño botiquín de primeros auxilios, un hatillo de herramientas o un extintor en miniatura del que no había hecho uso jamás.
- ¿Das tu permiso? –preguntó uno sacando una lata de la nevera portátil.
- Por supuesto. Faltaría más. Serviros.
A J. L. se le hizo la boca agua. También a él le apetecía una de aquellas cervezas. Que además eran suyas. Le pertenecían. Él las había metido la noche anterior en el frigorífico de la casa que compartía con K. y él había llenado la nevera y las había cargado en el maletero. Hacía muchísima calor entre los girasoles.
- ¿Quieres una? –le ofreció uno de los hombres.
- No, gracias. Todavía es pronto y no me apetece.
- Pues te vendría bien. Te relajaría y te animarías. Se te ve un poco tensa.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- No sé. Aquí sola y rodeada de desconocidos. Si fueras mi mujer yo no permitiría esto.
- Pero no lo soy.
- Ya está bien de cháchara. Echadme una mano, joder –se enfadó el más responsable, que ya había sacado la rueda de repuesto, el gato y la palanca para subirlo. K. se pegó a él porque le ofrecía cierta seguridad estar a su lado-. Y tú, chica, mira y aprende para la próxima vez. Esto no es cuestión de fuerza. La fuerza la hace toda el gato. Tú sólo tienes que colocarlo en el sitio adecuado y girar esta palanca para que el coche se vaya elevando poco a poco y la rueda pinchada quede en el aire. Antes no te olvides de aflojar los tornillos. Te puedes ayudar de las piernas. Así. Y así. Ves qué fácil –dijo presionando con un pie sobre la llave engarzada en cada uno de los tornillos.
- Pues no parece difícil.
- No lo es.
J. L. se mosqueó. Pues no iba a resultar que al final perdería la apuesta. Miró de nuevo su reloj. Se sonrió. Ja, ja. Ya se habían pasado los treinta minutos concedidos. La victoria caía de su lado.
- ¿No habéis oído ese ruido? –preguntó uno de los hombres.
- No, ¿qué ruido?
- Ahí, en mitad del sembrado. Como una risita.
- Anda, atontado. Éste que no beba más cervezas que enseguida se le suben a la cabeza.
- Que no, coño, que he oído un ruido raro.
K. ahora sí, se asustó de verdad. Miró en dirección al campo de girasoles en que continuaba escondido J. L. Pero no quiso decir nada para no levantar sospechas. El hombre que afirmaba haber escuchado el sonido se agachó, cogió una piedra del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas al sembrado. La piedra impactó contra una panocha gorda que se venció escupiendo unas cuantas pipas negras como dientes cariados de una criatura. K. supo que no le había dado a J. L. porque de haberlo hecho se habría quejado. En lugar de un lamento humano, un pájaro alzó el vuelo.
- Capullo, ahí tienes el bicho que se reía de ti.
No conforme con el resultado, el hombre hizo intento de coger otro pedrusco un poco más grande y se topó con las braguitas de K. enharinadas en polvo.
- Mirad lo que he encontrado –dijo haciendo girar su elástico sobre el dedo índice de su mano derecha-. ¿De quién serán?
- Cualquiera sabe. A lo mejor de alguna chica que ha venido con su novio a hacer cositas en el camino y se las ha olvidado.
- Son bonitas.
- Demasiado pequeñas para mi gusto.
- Es que a ti te gustan las del tipo faja-pantalón de la Pili, so antiguo.
- ¿Y qué?
- Pues nada, eso, que eres un antiguo y no entiendes de lencería femenina. ¿Verdad que son bonitas, señorita?
K. hizo como si no fuera con ella la conversación. Continuó pendiente del hombre que acababa de quitar la rueda pinchada y se disponía a colocar la de repuesto. Limpia. Sin estrenar.
- Yo podría saber a quién pertenecen con sólo olerlas –dijo el que las había encontrado acercándoselas a la nariz y aspirando profundamente, como si quisiera esnifar la esencia misma de aquel tejido impregnado con el aroma íntimo de K.
- ¿Qué, ya lo has averiguado?
- Tengo ligeras sospechas. ¿Son tuyas, guapa?
- ¿Mías? No. ¿Por qué iban a ser mías?
- No sé. Igual porque no llevas ninguna puestas.
- ¿Que te hace suponer eso?
- Intuición.
- Hay que joderse. Intuición y que le has visto el culo como todos nosotros cuando se metió en el coche para abrir el maletero. No te hagas el listo, tío.
- Te propongo un trato –le dijo a K.-. Si son tuyas te las devuelvo con una condición.
- ¿Cuál?
- Que dejes que te las ponga yo.
-¿Y si no lo son?
- Entonces te las regalo. Yo diría que son de tu talla y que te quedarían muy bien. Demuéstrame que no te pertenecen y te las meto en la maleta.
El sonido del gato al bajar informó a K. de que el proceso de recambio estaba a punto de concluir. Maldita la hora en que había tenido la idea de quitarse las braguitas para gastarle una broma a J. L. A lo mejor resultaba que él no era el destinatario adecuado de sus insinuaciones.
- Está bien. Tú ganas. Sí, son mías –confesó K.-. Me las quité cuando pinché porque me resultaban un poco incómodas para conducir. Tal vez por el calor –mintió.
- Extraña manera de esperar ayuda.
El tipo de la rueda terminó de apretar los tornillos.
- Y, por último, se vuelve a poner el tapacubos. ¿Ves? Sólo va encajado a presión.
- Ahora que el trabajo ya está hecho, cobremos.
K. retrocedió hasta donde pudo, hasta el límite marcado por el coche. Los hombres la rodearon. El olor a sudor la mareó. El que había llevado la voz cantante en el cambio de rueda tenía las manos manchadas de grasa. El que tenía sus braguitas se colocó enfrente de ella y se agachó. Cerró los ojos y respiró profundamente. Ella levantó un pie y luego el otro. La telilla de las braguitas fue subiendo lenta por las piernas de K. hasta el lugar en que ambas se unían en el centro del origen del mundo. Parecía que se iba a echar a llorar de un momento a otro. Orgullosa, se tragó las lágrimas.
- Gracias –dijo.
- ¿Por qué?
- Por haberme ayudado a cambiar la rueda.
- ¿Quieres que te metamos las cosas en el maletero?
- No, gracias, ya las guardo yo. Prefiero hacerlo yo, de verdad.
- A nosotros no nos cuesta ningún trabajo.
- Ya habéis hecho bastante por mí. Más de lo que podríais imaginar.
- ¿No nos vas a dar ni siquiera un besito de despedida?
- Claro. Habéis sido muy amables. Si no llega a ser por vosotros… -dijo alzando la voz para que la oyera con claridad J. L.-: …todavía estaría aquí asándome al sol en este sitio tan solitario.
Uno a uno los hombres fueron desfilando ante ella para besarla y ser besados. Ninguno se privó de tocarla, aunque fuera mínimamente: en el hombro, en la cintura, en el cuello… Sus huellas dactilares sobre su piel de fuego.
Los hombres subieron a su coche y se marcharon. Antes de perderse en la carretera llena de baches le dedicaron varias pitadas y uno de ellos se asomó por la ventanilla para gritarle:
- ¡Adiós, guapísima!
J. L. no tuvo entonces duda alguna de que se habían ido. Se irguió en el centro del campo de girasoles, una panocha más entre la multitud. Y ese personaje falsamente amnésico que protagonizaba su segunda novela recuperó de súbito la memoria, supo quién era, su historia, lo que debía hacer. Salió del sembrado.
- K. –dijo desde la distancia.
K. lloraba ahora. Su intención al verlo fue subir al coche, arrancar y salir del camino levantando una gran polvareda, olvidándolo allí, al lado de las maletas, del extintor, de todos aquellos estúpidos objetos que sólo servían para ir inútiles en un maletero. Volvería a casa por donde habían venido y nunca más sabría de él.
Pero no fue eso lo que hizo. Le dio la espalda y entró en el coche. Arrancó el motor y esperó a que J. L. metiera las cosas en el maletero. Cuando abrió la otra puerta y se sentó a su lado, metió primera y abandonó el camino. Cambió de emisora. Ya no le apetecía escuchar pop barato, ni música alegre, ni pegadiza. Condujo en la misma dirección que llevaban. K. pensaba llegar a ese pueblo cuyo nombre ya no recordaba y que había motivado el desvío, su encuentro con aquella maltrecha carretera y quizá también el pinchazo. La vida muchas veces tiene planes incluso para quienes se empeñan en ir por la misma sin ellos. Y lo peor de todo es que la mayoría de las veces acierta. K. tenía la sensación de haber sido puesta en ese lugar concreto por una fuerza superior que gobernara sus pasos, ajena a su propia voluntad. ¿A quién culpar entonces, si así fuera?
- Lo siento –dijo J. L.
- Cállate –cortó tajante K. cualquier atisbo de conversación.
En la radio sonaba una canción de amor y odio de Leonard Cohen titulada Avalanche.
 

 

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