De Fernando Molero Campos (Córdoba)
J. L. tenía una teoría sobre el amor. En
realidad todo el mundo tiene teorías. Sobre las relaciones de pareja, el
deshielo de los casquetes polares, la mala educación, o sobre lo que sea. Las
teorías son el escudo de los cobardes, la cámara acorazada de quienes se
sienten inferiores a los demás.
La de J. L. cuestionaba la durabilidad
del amor atendiendo a factores puramente químicos. Según él, su duración se
reducía a un espacio temporal de dos o tres años a lo sumo. Los que tardaban en
extinguirse en el cerebro determinadas reacciones químicas.
K. estaba harta de sus teorías.
Especialmente de ésta. K. quería a J. L. Y aunque era consciente de que las
cosas no les iban bien últimamente, no cejaba en su empeño de mantener viva la
llama de ese amor que los unió hacía ahora algo más de seis años. Había variado
la intensidad de sus sentimientos hacia J. L., no los sentimientos mismos. Vale
que nada era igual que cuando se conocieron, pero merecía la pena luchar contra
esa química de la que hablaba de cuando en cuando.
Lo que más rabia de todo le daba a K. de
esa teoría de los cojones, término que utilizaba cuando se enfadaba, era que no
le pertenecía, que la había escuchado por ahí y la repetía como un mantra.
- Qué pesado te pones.
- Es la verdad. No la he inventado yo.
- Eso por supuesto. La originalidad
tampoco está entre tus escasas virtudes.
Luego el silencio y hasta la próxima. Era
J. L. de los que tropezaban en la misma teoría una y otra vez, sin advertir sus
consecuencias.
- Hagamos un viaje –le dijo en cierta
ocasión K.
Quería ella recomponer su maltrecha
relación de pareja. Recuperar el entusiasmo de antaño. Pensaba que las
diferencias podían superarse poniendo cada uno un poco de su parte. Eran
demasiado jóvenes para rendirse a las puertas mismas del desamor. Una escapada
solos, sin familia, sin amigos, sin mapa, sin destino. ¡Qué mejor iniciativa
para reconducir su relación!
- Hagamos un viaje.
- Está bien. Como quieras. ¿Adónde?
- Adonde sea.
K. se tomó dos días de vacaciones que le
debían en la empresa. Trabajaba en una agencia de publicidad. Estaba muy bien
considerada. Sus ideas siempre resultaban brillantes. Ella se encontraba detrás
o al frente de las mejores campañas. Había hecho ganar mucho dinero a sus jefes,
que no le negaban nada. P., un compañero de trabajo, no paraba de tirarle los
tejos. Aprovechaba los descansos, las comidas después de las reuniones o las
copas de celebración al cierre de un buen negocio para decirle que le gustaba
mucho, que no entendía qué hacía una mujer como ella con un tipo como J. L.
- Con lo que tú vales. No sé qué ves en
él.
- Muy sencillo: algo que no veo en ti.
A P. no le importaba que K. lo rechazara.
Insistía una y otra vez. En el fondo de su corazón, también P. tenía una teoría.
La suya era que a las mujeres se las conquistaba con insistencia. Que sus
negativas, lejos de marcar distancias, invitaban a perseverar. Según él nada
halagaba más a una mujer que el hecho de que un hombre no desfalleciera en el
intento de enamorarla.
K. admiraba el tesón de P. Su empeño. Que
jamás intentara sobrepasarse. A K., P., le parecía un tipo singular, simpático.
Pero ella estaba enamorada de J. L., y le daba igual que no entendiera qué
hacía con él. A veces ella tampoco lo comprendía. ¿Acaso no era eso el amor: la
imposibilidad de explicar con palabras la materia inaprensible de los
sentimientos?
J.
L. aparcó la escritura de la que iba a ser su segunda novela. La primera había
sido un éxito relativo de crítica y ventas. Para la segunda, la editorial le
había dado un anticipo con el compromiso de tenerla lista antes de Navidad.
Eran fechas en las que la gente compraba libros. No para leerlos. Para
regalarlos. Todavía faltaban más de siete meses. Disponía de tiempo más que
suficiente. Aunque estaba atascado a la mitad. Una crisis de creatividad.
Llevaba unas noventa páginas de las doscientas que había calculado que le
llevaría contar la historia de un hombre que finge haber perdido la memoria y
se obliga a reconstruir un mundo a su imagen y semejanza amparándose en esa
eventualidad. Tenía a su personaje en una encrucijada y no sabía cómo resolver
la situación. Lo había llevado al límite demasiado pronto. Así que un viaje no
le vendría nada mal. Para desentumecer el músculo de la escritura. También para
pasar más tiempo con K., a la que tenía un tanto abandonada. La había notado
cansada en los últimos tiempos. Ella, que tan enérgica era.
No madrugaron la mañana del viaje. Las
maletas las habían dejado hechas la noche anterior. Poca roca pero escogida.
Camisetas y vaqueros él. Ella, básicamente, vestidos cortos de flores y su
mejor lencería. Además del exiguo equipaje, también habían cargado en el
maletero con una neverita de playa llena de latas de cerveza y refrescos de
cola, la tienda de campaña y los útiles necesarios por si decidían acampar. No
tenían nada planeado. En principio les daba igual alojarse en un sitio u otro,
aunque preferían un hotel. Cuestión de comodidad.
- ¿Qué dirección tomamos? –dijo J. L.
antes de arrancar el coche.
- Salgamos a la general y vayamos hacia
el sur –dijo K.
Habían acordado que compartirían la carga
al volante. Cambiarían de asiento después de cada parada si ésta no se
prolongaba más de cien o doscientos kilómetros como máximo.
J. L. encendió la radio.
Aún circulaban por la ciudad y no paraban
de gastarse bromas. Se les veía felices. Entusiasmados. La añorada segunda
oportunidad que muchos reclaman cuando las ruinas hacen ya imposible la
reconstrucción del edificio. Bien que en su caso, K. sobre todo, había tenido
la visión de adelantarla antes de que su vida en común se viniera abajo.
El viaje en sí era lo importante. La
carretera mandaba. Y también el paisaje, que de cuando en cuando K. contemplaba
a través del cristal, entornando los ojos para que se difuminaran las formas y
emergieran los colores.
- ¿Qué haces? –le preguntó J. L.
- Mirando los colores que nos rodean.
Están por todas partes. Muchas veces creo que el mundo es de los colores. Que
la vida son sólo colores. Que cada uno de nosotros somos un color distinto.
- Interesante. Y luego te quejas de mis
teorías.
- De tu
teoría. Siempre la misma. Repetitiva. Cansina. Sin variantes.
J. L. percibió el ligero enfado que sus
palabras habían causado en K.
- Entonces, según tú, qué color somos
nosotros.
- Yo soy un azul turquesa de
transparencia marina. Tú, me parece que el beige que se oculta tras el brillo
de los muebles después de barnizados.
- Pues no son colores que casen muy bien,
la verdad.
Fue ahora K. la que se dio cuenta de que
acababa de meter la pata. Bonita manera de salvar lo suyo del naufragio. Ella
era el agua; J. L. la balsa que, de madera, sobrevive.
- Va, déjalo, es una estupidez que se me
acaba de ocurrir –dijo K.-. ¿Estás cansado?
- Todavía no. Si te parece cambiamos
cuando el cuentakilómetros llegue a los noventa mil.
- ¿Por cuánto va?
- Faltan exactamente ochenta y tres
kilómetros. Ochenta y dos. Ochenta y uno.
- De acuerdo. Mientras tanto carretera.
Cuando conduzca yo elegiré un desvío. Viajar por la autovía es un coñazo. Es
todo muy monótono.
- Pero es muy cómodo.
- Sí si vas a algún sitio concreto y
quieres llegar pronto.
Justo un segundo después de que el
cuentakilómetros marcara la cifra de cuatro ceros con un nueve delante en que
ambos habían acordado que K. cogería el volante, J. L. maniobró bruscamente,
frenó casi en seco y se detuvo en el arcén. Un par de coches que circulaban
detrás le pitaron.
- ¿Qué haces, estás loco? Que nos vamos a
matar –le regañó K.
- Noventa mil kilómetros. Tu turno.
- Podías haber esperado hasta que
encontraras un sitio más apropiado para parar, digo yo.
- Ya sabes que soy muy puntilloso con las
cifras.
- Sí, bien que lo sé. Ojalá fueras en
todo así de puntilloso.
J. L. no le respondió. Puso a funcionar
las cuatro intermitencias y bajó del coche. K. también salió del automóvil pero
no se cruzaron. Él lo rodeó por delante y ella dio la vuelta por detrás.
- Mi turno –dijo K. después de meter
primera y salir de nuevo a la autovía-. Ahora mando.
Conducir la ponía feliz y no sabía por
qué. Quizá porque siempre lo había identificado con una sensación de libertad. Admiraba
a esas mujeres valientes que se subían a horcajadas encima de motos de gran
cilindrada y, sin un hombre delante a cuya cintura sujetarse, aferraban con
fuerza el manillar y aceleraban.
A J. L. le daba igual ser su dueño o su
esclavo. Es más, ni siquiera escuchó las palabras de K. cuando anunció que le
tocaba a ella conducir, ocupado como estaba en contemplar la blancura de sus
muslos. Porque a K., sin darse cuenta al sentarse, se le había subido el vestido
que ya era corto de por sí, dejando sus piernas al descubierto. Cuando ella
reparó en la ausencia de J. L. y en la dirección de su mirada, lejos de bajarse
el vestido lo levantó ligeramente y le preguntó:
- ¿Te gusta lo que ves?
- Mucho. Si no fuera porque vas
conduciendo, ahora mismo me tiraba de cabeza a la piscina.
Por un instante ella volvió a pensar en
el agua que acoge y la madera que flota.
- Pues lo siento. Lo mirarás y no lo
saborearás. Te va a tocar esperar. Así cuando me pilles lo harás con más ganas.
J. L. hizo un mohín, cerró los ojos y
desvió la mirada. Recompuso su postura en el asiento.
K. cambió de emisora. Buscaba algún tipo
de música más animada.
Sonaba una canción pop muy pegadiza
cuando K., sin pedir opinión a J. L., tomó un desvío y salió de la general.
Había visto un cartel con un nombre que le gustó. El nombre de un pueblo que
quedaba a unos cuarenta kilómetros.
- ¿Adónde vas? –preguntó J. L. dejando de
tararear.
- No sé. A un pueblo al que se va por
aquí. Dijimos sin mapa ni guía, ¿recuerdas?
Volvió él a la canción y a sus
pensamientos. En cierta manera se arrepentía de haberse dejado convencer por K.
de aquel viaje sin destino.
- ¿En qué piensas?
- En nada. En esta musiquilla que se te
mete en los oídos y que no te la puedes sacar de la cabeza. Te obliga a
canturrear aunque no quieras. Ya me gustaría a mí que mis libros fueran así.
A pocos kilómetros del desvío, la
carretera pasó de ser regional a comarcal. Se estrechó tanto que a duras penas
podrían pasar dos vehículos al mismo tiempo. De momento ellos no se habían
cruzado con ninguno. Aquella soledad inmensa presidida por altos sembrados
reconfortó a K.
De súbito notó que el coche se le iba a
un lado y a otro sin que pudiera controlarlo, como si el volante no lo
gobernara ella sino una fuerza exterior más poderosa que sus brazos.
- ¿Qué ocurre? –preguntó J. L.
- No sé. Es muy raro. De pronto el coche
ha empezado a dar bandazos.
- Será por el mal estado del pavimento.
- Lo dudo, porque llevo todo el rato
sorteando baches y antes no he tenido esta sensación.
- Mira, allí a lo lejos se ve un camino.
Reduce la velocidad y métete en él cuando llegues.
- ¿Más todavía? Si voy a treinta por
hora.
- Me parece que hemos pinchado.
- No me jodas. Qué mala suerte.
J. L. asintió sin decir nada más. Aunque
sabía que era una estupidez, algo fruto de la casualidad más tonta, en el fondo
la culpaba a ella de la molestia que arreglar el pinchazo le iba a ocasionar.
La cara de fastidio de K. era un reflejo
especular inexacto de aquella otra con la que se había ilusionado antes del
viaje. Consideró el pinchazo un mal augurio. Le parecieron interminables los
escasos metros que los separaban del sendero de tierra en el que J. L. le había
dicho que se detuviera.
Respiró aliviada cuando al fin salió de la
mal llamada carretera y detuvo el coche en el camino polvoriento. Cesó el runrún
de la llanta devorando la goma de la rueda a medias con el alquitrán famélico
de la calzada.
J. L. y K. se miraron a los ojos. Dos
extraños en medio de la nada.
- Como tú conducías, eres tú quien tiene
que cambiar la rueda –dijo J. L. muy serio, aunque pretendía que sus palabras
fueran el comienzo de una broma que a K. se le antojó de mal gusto.
- Ah, ¿sí? ¿Qué te apuestas a que puedo
arreglarlo sin mancharme las manos siquiera?
- ¿Con ayuda de quién, si no hay un alma
a veinte o treinta kilómetros a la redonda?
- ¿No has oído nunca el dicho de que Dios
proveerá? Pues eso.
- De acuerdo, tú lo has querido –la retó
J. L. dejando traslucir ahora los gestos que evidenciaban que se trataba de una
broma y que K. supo interpretar en su justa medida-. Hay que poner un tiempo
para la apuesta. Tampoco es cosa de pasarse aquí todo el día. ¿Te parece bien
media hora?
- Tengo la corazonada de que me van a
sobrar algunos minutos.
K. se bajó del coche y se asomó a la
carretera, que era la piel de un viejo reptil o el lomo fosilizado de un
dinosaurio extinto tras el encuentro del planeta con el meteorito. Sin que se
diera cuenta, J. L. también salió del coche y se escondió en el sembrado. Sólo
tuvo que agacharse un poco para quedar completamente oculto. Estaba bellísima
K., allí plantada, con su vestido ligero y su pelo recogido en una cola de
caballo.
El sol del mediodía caía a plomo sobre la
cabeza y los hombros de K. Reflejos dorados en su cabello. La piel dorándosele.
Un tirante caído sobre el brazo.
J. L. la observó desde su escondite entre
el sembrado. K. miraba en una y otra dirección. Ni siquiera se había propuesto
cambiar la rueda ella misma. Sabía que no podría. Confiaba en que la providencia
pondría en su camino a alguien que lo hiciera por ella. J. L. sonrió pensando
cuánto tardaría en pedirle ayuda.
K. tardó unos minutos en darse cuenta de
que J. L. no se encontraba en el coche. Se le había pasado por la cabeza la
idea de renunciar a la apuesta. Estar allí, en mitad de la nada, perdiendo el
tiempo, le resultó de pronto un insulto a esas minivacaciones que se había
tomado en el trabajo.
- ¿Dónde te has metido? –gritó.
No obtuvo respuesta. J. L. agarró dos
tallos y los movió como si las panochas bailaran una extraña danza ritual. ¿Se
trataba de un nuevo juego? Pues K. estaba dispuesta a jugar.
- Sé que andas entre los girasoles. Mirándome.
¿Es eso lo que te gusta? ¿Espiar a las mujeres?
K. se subió la falda por un lado hasta
dejar al descubierto el final glorioso de un muslo. Con la otra pierna
adelantada y el pulgar de la mano derecha levantado, escenificó el gesto de
hacer autoestop. Pero J. L. no salió de su escondrijo. Ni siquiera cuando K. lo
provocó con nuevas palabras.
- ¿Te va bien así? ¿Te gusta lo que ves,
cobarde?
Ella no pensaba en él. Fantaseaba con la
posibilidad de que un hombre-anuncio de tejanos con camiseta y barba de cinco
días condujera una camioneta herrumbrosa y se detuviera a su lado y le hiciera
un amor violento sobre la chapa recalentada de su coche pinchado y sucio de
polvo del camino.
Instintivamente metió las manos bajo el
vestido y deslizó las braguitas sobre sus muslos. Se las sacó por los pies y
las agitó al viento como una banderita. Luego ella se alzó el vestido por
detrás y le enseñó las dos lunas de su culo hendido por el rayo más perverso de
la divinidad.
J. L. se decidió a salir como uno de sus
antepasados primitivos, un homo erectus o un neardenthal. La golpearía en la
cabeza con un garrote o una planta de girasol en su defecto, la arrastraría
hasta el sembrado, donde le arrancaría el vestido con sus propias manos y le
heriría la piel, fornicaría con ella igual que un animal que hubiera olvidado
su antigua condición humana.
Pero cuando ya estaba a punto de
abandonar el escondite, el ruido asmático del motor de un coche le obligó a
desistir. Se agachó de nuevo. Ahora sí, por fin, se iba a poner en juego la
apuesta. ¿Se pararía alguien y le cambiaría la rueda a K.? ¿La confundirían con
una cualquiera, una de esas mujeres que en muchas carreteras se ganan la vida
vendiendo el mapa de su cuerpo a geógrafos solitarios? Se justificó a sí mismo
diciéndose que él no podía salir porque si lo vieran nadie querría cambiarle
una rueda a una mujer que iba acompañada por un hombre. Otra cosa bien distinta
era una pobre mujer sola, indefensa, en mitad de un paisaje sin rastro de
humanidad.
K. agitó ambas manos reclamando atención,
solicitando ayuda. El coche redujo la velocidad. Ella todavía tenía las
braguitas en la mano. Reparó en ellas y las arrojó lo más lejos de sí que pudo.
El coche se detuvo prácticamente a su
altura. De su interior bajaron cuatro individuos de aspecto poco civilizado,
con ese aire que tienen los hombres que han crecido en el medio rural y han
trabajado la tierra y el barro con sus propias manos. Que venían de trabajar,
K. lo supo por la suciedad de su ropa. Un olor a sudor rancio de camisas
bañadas en horas de una dura jornada le llegó en oleadas.
- ¿Necesitas ayuda, guapa? –preguntó uno
de ellos.
Ella dudó un instante, sopesando si debía
responder sí o no. Lo más lógico era que J. L., al ver la situación en que se
encontraba, abandonara el sembrado y dijera que no por ella, que inventara
cualquier excusa, por ridícula que fuera, para salir del paso y poner punto y
final al juego. Pero no lo hizo. Prefirió llevar hasta sus últimas
consecuencias la apuesta.
- Sí. He pinchado –respondió K. con
amargura, con dolor, con ira contenida.
- Vaya. ¡Qué raro!
- ¿Qué le parece raro? –preguntó K.
intrigada.
- No es normal ver a chicas como tú por
estos lugares.
- Porque tú eres de la ciudad, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Y estás sola?
K abrió la boca y no dijo nada, como si
las palabras se hubieran vaciado de contenido y le sirvieran ya de poco. Los
hombres la rodearon observándola: entomólogos que diseccionaran a una rara
especie de mariposa. Luego, en un segundo, reaccionó. Si J. L. no había querido
anunciar su presencia, por qué habría de hacerlo ella. Se haría como él
quisiera.
- Sí. Me he perdido.
- Pues has tenido suerte de que
viniéramos nosotros.
- No pasa mucha gente por aquí.
- ¿Qué rueda ha sido?
- Una de las de atrás. La izquierda.
- ¿Tienes un gato?
- Imagino que sí. En el maletero,
supongo.
Los cuatro hombres sólo tenían ojos para
su cuerpo, sus hombros, esa nuca despejada en la que se perfilaba el nacimiento
del pelo: brotes tiernos de un vello delicado, para el latido de sus senos
palpitantes, para la curva de su espalda, para el vaivén de sus glúteos
liberados de la prisión de las braguitas. ¿A qué sabría su carne, gacela en el
centro de una manada de leones?
K. presentía cierto peligro, pero,
curiosamente, no sentía miedo alguno, es más, le excitaba sobremanera la
situación. Quizá porque en el fondo se sabía protegida por J. L., que saldría
en el momento en que algo no fuera bien. Porque se dejaría ver, ¿verdad?
J. L. miró el reloj. Las agujas en el
interior de la esfera casi derretida tenían la consistencia del mercurio. Los
números eran cuchillos de plomo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el
pinchazo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Un cuarto de hora? ¿Una eternidad? Quién
estaría en disposición de medir algo tan engañoso como el tiempo. Salir o no
salir, ésa era la cuestión. Optó por quedarse escondido.
- Desde luego. Sólo es una rueda
pinchada.
- Lo siento –se disculpó K. sin saber por
qué.
- No lo sientas, chica. No hay mucha
animación por esta zona.
- Eso. No se acostumbra a ver mujeres
como tú por estos pagos.
- Me lo tomaré como un cumplido.
- Lo es, lo es.
Puesto que el maletero sólo podía abrirse
con llave o pulsando un botón del salpicadero, K. abrió la puerta, puso una
rodilla en el asiento y reclinó su cuerpo hacia adelante. Suponía, como ya
había dicho, que era detrás donde se hallaba la rueda de repuesto. J. L. nunca
la había informado al respecto.
Cualquiera diría que aquel simple gesto
lo tenía K. perfectamente ensayado, pues al inclinarse dejó al descubierto sus
piernas más allá de lo que la imaginación de un hombre estaría dispuesta a
soportar. No digamos cuatro.
- Llevas poca roca, ¿no?
- ¿Todas en la ciudad visten como tú?
- Es que hace calor –respondió K. Se
había olvidado por completo de que iba sin braguitas.
- Ni que lo digas. Este moreno nuestro no
es precisamente de playa.
- Es de muchas horas al sol currando en
el campo.
- Así se curten los hombres de verdad.
- No como esos mierdecillas de la ciudad
de los que os soléis rodear las chicas guapas.
J. L. se dio por aludido. La sangre
comenzó a hervirle en las venas. Por las palabras de aquellos tipos que
empezaban a pasarse. O por el calor. O por el picor que le provocaban las
plantas de girasol entre las que se ocultaba. Se planteó la posibilidad de
salir. Incluso ensayó en su mente lo que diría y lo que haría. Le sobraban
agallas. Para eso y para mucho más. Pero no movió un solo dedo.
Uno de los hombres subió el portón del
maletero y descubrió el equipaje. Era un poco más viejo que los demás y parecía
algo así como un cabecilla.
- ¿Vas a algún sitio, chica?
- No. Bueno, sí.
- ¿Sí o no? Aclárate.
- No. Digo, sí. Voy de viaje.
- ¿Lejos?
- ¿Por?
- Porque llevas dos maletas.
- Es que necesito mucha ropa. Por el
trabajo.
- Ah. Pues encima no llevas mucha. ¿Qué
eres una modelo o algo así?
- Ya os lo he dicho. Es por el calor.
- El calor, claro.
- ¿Tienes miedo de nosotros? –preguntó
uno de ellos acercándosele en exceso y colocándola en una delicada situación,
contra una de las puertas de atrás del coche.
- ¿Por qué habría de tenerlo?
- No sé, una muchacha guapa, sola en
mitad del campo, perdida, como en los cuentos. El lobo. La bruja. Cuatro hombres.
Quién sabe lo que puede pasar.
- Filo no la asustes. Deja en paz a la
chica –dijo el de mayor edad.
K. sudaba por dentro y por fuera. ¿Y si
gritaba? ¿Vendría alguien en su ayuda? ¿Sería ese alguien J. L.? No permitió que el miedo la paralizara. Todo
lo contrario. Se escabulló por debajo de los brazos del individuo que la había
acorralado contra el coche y buscó la protección del que acababa de defenderla.
Se colocó a su lado junto al maletero.
- ¿Quiere que saque todas las cosas?
–preguntó K.
- Hay que hacerlo. La rueda de repuesto y
las herramientas están debajo. Sin ellas no se puede quitar la pinchada y
sustituirla.
K. cogió una maleta y la sacó del coche.
La colocó un poco retirada para que no les estorbara.
- ¿Qué clase de hombres sois que permitís
que una dama haga el trabajo mientras miráis?
- No te preocupes, no me importa. Yo
estoy fuerte.
- Ah, sí. Déjame ver –dijo uno
apretándole el brazo a la altura del bíceps.
Contrajo el músculo para endurecerlo. Un
gracioso mohín de esfuerzo asomó a su rostro.
- Oye, pues es verdad. Está dura la
chica.
Los demás se acercaron, la rodearon y
comenzaron a tocarle los hombros y los brazos.
- ¿Las piernas también?
K. asintió.
- ¿Puedo?
K. se encogió de hombros. Imaginó que era
P., su compañero de trabajo, el que la iba a acariciar. El hombre se agachó
como si fuera a pedirla en matrimonio, abarcó con sus dos manos grandes y callosas uno de sus muslos y certificó que,
en efecto, sus piernas, además de bonitas y bien torneadas, estaban duras. De
algo debían servirle las tres sesiones semanales de gimnasio que se chupaba
después del trabajo y a las que no faltaba nunca, por muy cansada que
estuviera.
- Las mujeres de por aquí son de carnes
magras y fofas. Me preguntó cómo sería estar con una mujer como tú.
- ¿Tienes novio?
Estuvo a punto de contestar que sí. Sin
embargo la palabra que salió rotunda de su boca fue no.
- No.
Entre unos y otros vaciaron en un segundo
el maletero. En el camino, llenándose de polvo, se encontraban las maletas, la
tienda de campaña, los accesorios de cámping la nevera llena de latas y comida
y algunas otras cosas que J. L. solía llevar siempre incorporadas. Como los
triángulos de emergencia, un pequeño botiquín de primeros auxilios, un hatillo
de herramientas o un extintor en miniatura del que no había hecho uso jamás.
- ¿Das tu permiso? –preguntó uno sacando
una lata de la nevera portátil.
- Por supuesto. Faltaría más. Serviros.
A J. L. se le hizo la boca agua. También
a él le apetecía una de aquellas cervezas. Que además eran suyas. Le
pertenecían. Él las había metido la noche anterior en el frigorífico de la casa
que compartía con K. y él había llenado la nevera y las había cargado en el
maletero. Hacía muchísima calor entre los girasoles.
- ¿Quieres una? –le ofreció uno de los
hombres.
- No, gracias. Todavía es pronto y no me
apetece.
- Pues te vendría bien. Te relajaría y te
animarías. Se te ve un poco tensa.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- No sé. Aquí sola y rodeada de
desconocidos. Si fueras mi mujer yo no permitiría esto.
- Pero no lo soy.
- Ya está bien de cháchara. Echadme una
mano, joder –se enfadó el más responsable, que ya había sacado la rueda de
repuesto, el gato y la palanca para subirlo. K. se pegó a él porque le ofrecía
cierta seguridad estar a su lado-. Y tú, chica, mira y aprende para la próxima
vez. Esto no es cuestión de fuerza. La fuerza la hace toda el gato. Tú sólo
tienes que colocarlo en el sitio adecuado y girar esta palanca para que el
coche se vaya elevando poco a poco y la rueda pinchada quede en el aire. Antes
no te olvides de aflojar los tornillos. Te puedes ayudar de las piernas. Así. Y
así. Ves qué fácil –dijo presionando con un pie sobre la llave engarzada en
cada uno de los tornillos.
- Pues no parece difícil.
- No lo es.
J. L. se mosqueó. Pues no iba a resultar
que al final perdería la apuesta. Miró de nuevo su reloj. Se sonrió. Ja, ja. Ya
se habían pasado los treinta minutos concedidos. La victoria caía de su lado.
- ¿No habéis oído ese ruido? –preguntó
uno de los hombres.
- No, ¿qué ruido?
- Ahí, en mitad del sembrado. Como una
risita.
- Anda, atontado. Éste que no beba más
cervezas que enseguida se le suben a la cabeza.
- Que no, coño, que he oído un ruido
raro.
K. ahora sí, se asustó de verdad. Miró en
dirección al campo de girasoles en que continuaba escondido J. L. Pero no quiso
decir nada para no levantar sospechas. El hombre que afirmaba haber escuchado
el sonido se agachó, cogió una piedra del suelo y la lanzó con todas sus
fuerzas al sembrado. La piedra impactó contra una panocha gorda que se venció
escupiendo unas cuantas pipas negras como dientes cariados de una criatura. K.
supo que no le había dado a J. L. porque de haberlo hecho se habría quejado. En
lugar de un lamento humano, un pájaro alzó el vuelo.
- Capullo, ahí tienes el bicho que se
reía de ti.
No conforme con el resultado, el hombre
hizo intento de coger otro pedrusco un poco más grande y se topó con las
braguitas de K. enharinadas en polvo.
- Mirad lo que he encontrado –dijo
haciendo girar su elástico sobre el dedo índice de su mano derecha-. ¿De quién
serán?
- Cualquiera sabe. A lo mejor de alguna
chica que ha venido con su novio a hacer cositas en el camino y se las ha
olvidado.
- Son bonitas.
- Demasiado pequeñas para mi gusto.
- Es que a ti te gustan las del tipo
faja-pantalón de la Pili, so antiguo.
- ¿Y qué?
- Pues nada, eso, que eres un antiguo y
no entiendes de lencería femenina. ¿Verdad que son bonitas, señorita?
K. hizo como si no fuera con ella la
conversación. Continuó pendiente del hombre que acababa de quitar la rueda
pinchada y se disponía a colocar la de repuesto. Limpia. Sin estrenar.
- Yo podría saber a quién pertenecen con
sólo olerlas –dijo el que las había encontrado acercándoselas a la nariz y
aspirando profundamente, como si quisiera esnifar la esencia misma de aquel
tejido impregnado con el aroma íntimo de K.
- ¿Qué, ya lo has averiguado?
- Tengo ligeras sospechas. ¿Son tuyas,
guapa?
- ¿Mías? No. ¿Por qué iban a ser mías?
- No sé. Igual porque no llevas ninguna
puestas.
- ¿Que te hace suponer eso?
- Intuición.
- Hay que joderse. Intuición y que le has
visto el culo como todos nosotros cuando se metió en el coche para abrir el
maletero. No te hagas el listo, tío.
- Te propongo un trato –le dijo a K.-. Si
son tuyas te las devuelvo con una condición.
- ¿Cuál?
- Que dejes que te las ponga yo.
-¿Y si no lo son?
- Entonces te las regalo. Yo diría que
son de tu talla y que te quedarían muy bien. Demuéstrame que no te pertenecen y
te las meto en la maleta.
El sonido del gato al bajar informó a K.
de que el proceso de recambio estaba a punto de concluir. Maldita la hora en
que había tenido la idea de quitarse las braguitas para gastarle una broma a J.
L. A lo mejor resultaba que él no era el destinatario adecuado de sus insinuaciones.
- Está bien. Tú ganas. Sí, son mías
–confesó K.-. Me las quité cuando pinché porque me resultaban un poco incómodas
para conducir. Tal vez por el calor –mintió.
- Extraña manera de esperar ayuda.
El tipo de la rueda terminó de apretar
los tornillos.
- Y, por último, se vuelve a poner el
tapacubos. ¿Ves? Sólo va encajado a presión.
- Ahora que el trabajo ya está hecho,
cobremos.
K. retrocedió hasta donde pudo, hasta el
límite marcado por el coche. Los hombres la rodearon. El olor a sudor la mareó.
El que había llevado la voz cantante en el cambio de rueda tenía las manos
manchadas de grasa. El que tenía sus braguitas se colocó enfrente de ella y se
agachó. Cerró los ojos y respiró profundamente. Ella levantó un pie y luego el
otro. La telilla de las braguitas fue subiendo lenta por las piernas de K.
hasta el lugar en que ambas se unían en el centro del origen del mundo. Parecía
que se iba a echar a llorar de un momento a otro. Orgullosa, se tragó las
lágrimas.
- Gracias –dijo.
- ¿Por qué?
- Por haberme ayudado a cambiar la rueda.
- ¿Quieres que te metamos las cosas en el
maletero?
- No, gracias, ya las guardo yo. Prefiero
hacerlo yo, de verdad.
- A nosotros no nos cuesta ningún
trabajo.
- Ya habéis hecho bastante por mí. Más de
lo que podríais imaginar.
- ¿No nos vas a dar ni siquiera un besito
de despedida?
- Claro. Habéis sido muy amables. Si no
llega a ser por vosotros… -dijo alzando la voz para que la oyera con claridad
J. L.-: …todavía estaría aquí asándome al sol en este sitio tan solitario.
Uno a uno los hombres fueron desfilando
ante ella para besarla y ser besados. Ninguno se privó de tocarla, aunque fuera
mínimamente: en el hombro, en la cintura, en el cuello… Sus huellas dactilares
sobre su piel de fuego.
Los hombres subieron a su coche y se
marcharon. Antes de perderse en la carretera llena de baches le dedicaron
varias pitadas y uno de ellos se asomó por la ventanilla para gritarle:
- ¡Adiós, guapísima!
J. L. no tuvo entonces duda alguna de que
se habían ido. Se irguió en el centro del campo de girasoles, una panocha más
entre la multitud. Y ese personaje falsamente amnésico que protagonizaba su
segunda novela recuperó de súbito la memoria, supo quién era, su historia, lo
que debía hacer. Salió del sembrado.
- K. –dijo desde la distancia.
K. lloraba ahora. Su intención al verlo
fue subir al coche, arrancar y salir del camino levantando una gran polvareda,
olvidándolo allí, al lado de las maletas, del extintor, de todos aquellos
estúpidos objetos que sólo servían para ir inútiles en un maletero. Volvería a
casa por donde habían venido y nunca más sabría de él.
Pero no fue eso lo que hizo. Le dio la
espalda y entró en el coche. Arrancó el motor y esperó a que J. L. metiera las
cosas en el maletero. Cuando abrió la otra puerta y se sentó a su lado, metió
primera y abandonó el camino. Cambió de emisora. Ya no le apetecía escuchar pop
barato, ni música alegre, ni pegadiza. Condujo en la misma dirección que
llevaban. K. pensaba llegar a ese pueblo cuyo nombre ya no recordaba y que
había motivado el desvío, su encuentro con aquella maltrecha carretera y quizá
también el pinchazo. La vida muchas veces tiene planes incluso para quienes se
empeñan en ir por la misma sin ellos. Y lo peor de todo es que la mayoría de
las veces acierta. K. tenía la sensación de haber sido puesta en ese lugar
concreto por una fuerza superior que gobernara sus pasos, ajena a su propia
voluntad. ¿A quién culpar entonces, si así fuera?
- Lo siento –dijo J. L.
- Cállate –cortó tajante K. cualquier
atisbo de conversación.
En la radio sonaba una canción de amor y
odio de Leonard Cohen titulada Avalanche.
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