De Victor Purriños Blázquez
El partido había
terminado minutos antes y los periodistas esperaban ansiosos al entrenador del
equipo local después de haber ganado por goleada a su eterno rival en el primer
partido de liga. Se agolpaban en la sala de prensa medios de todo el mundo que
trataban, a empujones, de hacerse con el mejor sitio para fotografiar y
preguntar a ambos técnicos. El visitante ya había comparecido cabizbajo y algo
afónico, aguantando las tensas y malintencionadas preguntas, contestando con
evasivas y tópicos.
Todo apuntaba que al técnico del
equipo que había jugado en su estadio le tocaba la ronda de preguntas fáciles y
las loas de los periodistas ante el maravilloso despliegue táctico, que había
puesto de manifiesto, desde el pitido inicial y hasta el final, la tremenda
superioridad de su equipo esa noche.
Por fin hizo acto de presencia. Abrió
con seguridad la puerta que se encontraba tras la mesa donde el micrófono iba a
hacer llegar el sonido directo a todas las emisoras de radio y canales de
televisión, y se sentó enérgico en la silla ubicada a tal efecto.
Contrariamente a lo esperado, su
semblante no era de euforia, ni de felicidad, ni siquiera de relajación después
del trabajo bien hecho de su equipo. Se mostraba, para incredulidad de los allí
congregados, nervioso y con la cara desencajada. Se mantuvo unos segundos en
riguroso silencio. Al principio, miraba al frente y parecía que iba a empezar
en cualquier momento su breve exposición previa a las preguntas; un momento
después, miraba hacia abajo e incluso se separó un poco del micrófono.
—¿Se encuentra bien? — preguntó un
periodista de la primera fila advirtiendo que algo no iba como debería.
Un murmullo tenue empezó a recorrer
la sala de prensa. Al momento, todo se inundó de cuchicheos que iban aumentando
el sonido ambiente. El entrenador llevaba en ese instante más de un minuto en
su posición y aún no había emitido sonido alguno. Los periodistas creyeron
entonces que el motivo era el ruido general que el bisbiseo había creado y
empezaron de nuevo a callar. Con toda la sala en silencio sepulcral, el míster
se acercó al extremo del micro:
—Bueno… — musitó y
volvió el silencio.
Los miembros de la prensa se miraban
incrédulos. Se daba la curiosa circunstancia de ser este un entrenador de esos
que tenía fama de no morderse la lengua. En cada rueda de prensa ofrecía una
auténtica colección de titulares que eran después imposibles de maquetar en las
páginas de periódicos y revistas especializadas por exceso de contenido.
El entrenador se frotó con fuerza la
nuca antes de su segundo intento por comenzar su exposición.
—Buenas noches a todos — acertó por
fin a decir — Siento esta extraña rueda de prensa pero…
Un sinfín de flashes cegaron por
momentos al hombre que trataba de explicarse. Los reporteros prepararon sus
blocs y grabadoras a la espera de una frase lapidaria de esas que acostumbraba
a soltar.
—Me temo, damas y caballeros, que he
encontrado un fallo en el juego.
Todos los asistentes pusieron cara de
extrañeza y asombro ante tal afirmación. Mantuvieron un instante de silencio
esperando una explicación más detallada.
—Hay un fallo en el juego — repitió
para estupefacción general.
Al no encontrar aclaración por parte
del entrenador, los periodistas comenzaron una salvaje y atronadora batería de
preguntas.
—¿Un fallo? ¿A qué se refiere? —
cuestionó el primero. Sin dejarle responder se oyeron varias preguntas más —¿El
resultado de hoy ha sido provocado por ese fallo? ¿Se trata de un error en las
reglas del juego? ¿Puede decirnos en qué consiste?
—Creo que… — El entrenador, en otras
ocasiones seguro y confiado, se mostraba timorato.
—Vamos, estamos en directo. ¡Diga!
¡Diga de qué se trata!
—Ahora no puedo
decirles más. Lo siento.
—¡Un momento, no puede dejarnos así!
— gritó un miembro de una de las televisiones deportivas locales.
El entrenador se levantó y se inició
una auténtica batalla por acercarse hasta su posición para conseguir un primer
plano. Lo que al principio eran codazos para ganar la primera y más cercana
ubicación, se convirtió en una multitudinaria pelea entre todos los asistentes
que la emprendieron a puñetazos y patadas unos con otros. De pronto empezaron a
volar las sillas en las que habían permanecido sentados. Duró algunos minutos.
La policía tuvo que intervenir y muchos de ellos salieron camino de la
comisaria con brechas y lesiones de diferentes tipos cuando todo terminó. Las
camisas estaban sucias y hechas jirones, y algunos tenían la cabeza enrollada
en vendas para contener la hemorragia de, probablemente, algún brutal impacto
con una silla. El entrenador había alcanzado la puerta justo antes de iniciarse
la refriega.
Esa misma noche todas las emisoras
deportivas, las generalistas que contaban con un programa de este tipo en las
primeras horas de la madrugada y los canales de televisión que analizaban cada
jornada al detalle, no hablaban de otra cosa. Habían montado agrios debates en
los que un bando defendía la postura del entrenador ocultando el fallo y el
otro le criticaba descarnadamente por no informar sobre lo descubierto. En las
ediciones online de los periódicos deportivos el descomunal titular era
idéntico: «Fallo en el juego». La prensa nacional se sumaba al titular dando el
lugar más destacado a esta noticia sobre otros importantes acontecimientos
políticos y económicos que se habían producido en la jornada.
El final de los programas de radio
concluyó con una noticia de última hora. Una breve nota de prensa aseguraba que
se había nombrado un comité de expertos para analizar el partido y agilizar de
esa manera la interpretación de las palabras del entrenador. A dicho comité se
le había encargado el visionado del encuentro todas las veces que fuera
necesario en busca del fallo. El grupo de expertos lo formaban ex-jugadores,
técnicos retirados o sin equipo en ese momento, árbitros en activo y miembros
de la federación.
Su cometido se iniciaba
esa misma noche en un céntrico palacio de congresos a donde habían ido llegando
de diferentes puntos de la ciudad desde el mismo momento en que se les había
indicado que debían formar parte del comité. A los miembros que se encontraban
fuera de la localidad les habían facilitado el transporte poniendo a su disposición
todos los medios necesarios para que aportaran su sabiduría cuanto antes.
Helicópteros para los que se encontraban en ciudades cercanas, avión o tren de
alta velocidad para quienes debían llegar desde otras más alejadas. Se puso a
disposición del ciudadano un número de teléfono gratuito para comunicar
cualquier dato que pudiera ser relevante.
A la mañana siguiente, las ediciones
en papel aparecían en todos los kioscos del país con el mismo titular que las
ediciones online de la noche, pero con cientos de interpretaciones inconclusas
y muchas especulaciones infundadas. La prensa amarilla aprovechaba el revuelo
para abrir con titulares como «Fin del juego» o «Este juego se ha acabado» y
los debates matutinos, generalmente basados en temas de hogar, salud o cocina
estaban más animados que de costumbre hablando del fallo y cometiendo errores
de bulto en casi todas las aportaciones de los tertulianos, quedando patente su
total desconocimiento del deporte en cuestión.
Por su parte, el comité no se había
pronunciado aún. Seguían llegando nuevos miembros al palacio de congresos para
tratar de descifrar aquel entuerto y encontrar una solución urgente a la altura
del problema. En la puerta del lugar se agolpaban cientos de periodistas
apiñados en las vallas de protección que la policía había dispuesto a una
distancia prudencial del acceso al recinto, para salvaguardar la seguridad de
cada nueva incorporación que transitaba el pasillo en que se había convertido
la entrada, saludando a los reporteros, que se aplastaban más si cabe para
tratar de conseguir alguna declaración.
El entrenador no había dado señales
de vida desde que desapareciera por la puerta de la sala de prensa del estadio.
Esa mañana un número aún mayor de periodistas se encontraba en las inmediaciones
del acceso a la urbanización en la que vivía, esperando su salida para
reclamarle las explicaciones que, a esas alturas, todo el mundo necesitaba.
Los miembros de
seguridad de la urbanización habían intentado disolver aquel tumulto sin éxito
horas antes, pero la agresividad de aquella marabunta de gente había puesto en
peligro su integridad y se habían resguardado en la garita hasta la aparición
de la policía, que acordonó la zona para permitir la entrada y salida de los
vehículos a la urbanización, que hasta bien avanzada la mañana no habían podido
circular con normalidad, pues cada vez que un propietario trataba de salir o
entrar varios reporteros intentaban colarse en el recinto.
El comité había anunciado una rueda
de prensa a última hora de la mañana para poner en conocimiento de los medios
sus averiguaciones y calmar los ánimos. En vista de la cantidad de personas que
se agolpaban en la entrada de las instalaciones del palacio de congresos y para
no movilizar a toda esa multitud, los expertos habían decidido, y así lo
anunciaron, que una representación significativa de los miembros saldría a la
puerta para exponer los pormenores de sus indagaciones. Pasada la una de la
tarde aparecieron, ante los reporteros y más de un millar de aficionados que se
habían incorporado a la tensa espera, tres reconocidos personajes. Un
carismático ex-entrenador, que había llegado a ser seleccionador nacional hacía
ya más de veinte años; un importante ex-jugador que militó, entre otros, en los
dos equipos que se habían enfrentado el día anterior y que eran los más
importantes del país; y un colegiado en activo, que era extremadamente polémico
y a quien le encantaba aparecer en la prensa, aunque para ello tuviera incluso
que tomar decisiones incorrectas a sabiendas. Tomó la palabra el seleccionador:
—Ha sido una noche muy larga en la
que hemos visto el partido una y otra vez, tratando de encontrar el fallo al
que el entrenador se estaba refiriendo. Suponemos que cuando hizo esas
manifestaciones, se estaba refiriendo a un sistema que le permite controlar a
su antojo un partido y debemos pensar que ayer usó este sistema para golear a
su rival. Estamos investigando las imágenes de diferentes maneras. Nos hemos
dividido en grupos. En todos ellos hay jugadores, entrenadores, árbitros y
miembros de la federación. Un grupo está viendo el encuentro parando las
imágenes, para analizar la disposición de los jugadores en el campo, otro
visionando el partido desde el principio sin detenerlo,
tratando de localizar
algo que no sea habitual en el desarrollo normal de un encuentro, otro grupo
está analizando el reglamento desde diferentes puntos de vista tratando de
hallar algún vacío. Por otra parte, estamos al habla con la productora
encargada de la realización del partido para que nos hagan llegar todas las
imágenes y hacer un análisis más exhaustivo.
—Entonces, ¿no tienen nada aún? —
preguntó uno de los periodistas apretujados que estaba más cerca de los tres
representantes del comité.
—Bueno, el fútbol es así — se
aventuró a responder el ex-jugador — Hay que seguir trabajando. Yo, por mi
parte, estoy contento con mi trabajo, pero lo importante es el comité y todos
juntos vamos a conseguirlo.
—¿Cuándo creen que podrán decirnos
algo concreto? — cuestionó inmediatamente otro reportero sacando el brazo, en
el que tenía su micrófono, con ciertas dificultades entre el resto de
extremidades entremezcladas.
—¡Relájense! — ordenó el colegiado
con un gesto impetuoso y mirada desafiante —. Cuando sepamos algo lo haremos
constar.
Y volvieron a adentrarse en el
edificio dejando la cada vez más numerosa batahola de alaridos periodísticos
aullando preguntas que quedaron sin respuesta.
Unas horas después, el entrenador
volvió a hacer aparición pública, esta vez a través de su usuario en una red social,
medio desde el cual pidió una reunión con carácter de urgencia con el
presidente de la federación nacional.
—No tengo inconveniente en reunirme
con él — afirmó para la televisión pública el presidente de la federación —,
pero me parece que todo esto es una salida de tono de este personaje que lo
único que quiere es notoriedad. No se preocupen, yo resolveré este problema
hablando con él mañana o pasado mañana. En cuanto tenga un hueco en mi agenda.
Para entonces, los
muchachos estaban robando, en todas las ciudades del país, las camisetas del
equipo dirigido por el entrenador y quemándolas en plena vía pública por haber
ganado el primer partido de liga con algún tipo de trampa que desconocían. Los
reporteros que cubrían estos hechos preguntaban a los jóvenes los motivos de su
tremendo enfado y estos sólo acertaban a decir que si había un truco lo justo
era descalificar fulminantemente a ese equipo.
—¿Te gustaría que tu equipo usara
esta artimaña en la competición continental o la selección nacional en el
próximo mundial? — preguntó uno de los reporteros en directo a un encapuchado
que portaba un palo de fregona y en su punta una elástica en llamas.
—Pues claro. ¡Hay que sacárselo a ese
entrenador de pacotilla! — respondió y fue raudo a unirse al grupo de
encapuchados que gritaban en segundo plano cánticos ofensivos contra el
técnico, su equipo y el presidente del club mientras quemaban más camisetas.
Ya por la noche, en el programa con
más audiencia de la radio, el periodista deportivo más insigne del país hizo,
en su disertación inicial, un resumen de lo que estaba aconteciendo desde el
anuncio del fallo, haciendo referencia a varios temas candentes alrededor de la
noticia. Se mostró muy áspero con el comité de expertos criticando su falta de
transparencia, su nula aportación al conflicto y aprovechó para atacar
toscamente a los tres miembros que habían salido a dar la cara por la mañana,
sacando de cada uno de ellos una infinidad de antiguos chismes que no venían a
cuento. Fue particularmente agrio con las fuerzas del orden poniendo en duda su
labor al detener a algunos de los reporteros más obstinados en mejorar
posiciones, a costa de golpear a otros que se encontraban en lugares destacados
y dedicó varios minutos a contar historias policiales de años atrás, vinculadas
con eventos deportivos, pero que tampoco tenían relación con lo que estaba
ocurriendo en ese momento. Por último, atacó violentamente al entrenador por no
haber aparecido ante los medios dando las pertinentes explicaciones en todo el día.
El mensaje del afamado periodista
caló rápido en la audiencia, que espoleada enérgicamente arrasó esa noche las
calles del país, rompiendo farolas, señales de tráfico,
escaparates y todo
aquello que a su paso provocase gran estruendo. Este bochornoso comportamiento
no tardó en dar la vuelta al mundo apareciendo en magacines y noticiarios de
todos los puntos del planeta. El suceso estaba, en la mayoría de los casos,
cerrando los espacios informativos y se explicaba a modo de anécdota, incluso
permitiéndose los presentadores de los boletines la licencia de bromear con la
situación que, recordaban, había comenzado con la simple declaración del
entrenador sin dar siquiera una explicación.
Con las ciudades incontroladas, las
autoridades decidieron anunciar la suspensión de la segunda jornada, con el
beneplácito de la junta directiva de la federación que, a falta del presidente,
quien no había vuelto a aparecer públicamente y que permanecía ilocalizable en
su teléfono, estaba apoyando de forma unánime el aplazamiento, sobre todo por
temor a que verdaderamente existiera una vulnerabilidad en el juego que
desnivelara la siempre justa balanza deportiva en la dirección del único equipo
en disposición de aprovechar ese vacío.
Mientras tanto, el entrenador,
parapetado en su casa sin asomar ni una pestaña a la ventana en vista del
agitadísimo alboroto, decidió dar un nuevo paso en la red social a fin de
desatascar la complicada situación. El mensaje iba dirigido de nuevo al
presidente de la federación y venía a decir que dar nula importancia al anuncio
del fallo no favorecía una solución al conflicto. Expresaba también su malestar
por los lamentables hechos que había podido ver por televisión y hacía constar
que, no sintiéndose responsable de ninguno de esos actos vandálicos, sí que
sería una insensatez no poner todo de su parte para poner fin cuanto antes a
todo aquel despropósito. Sellaba su texto con una frase que instaba
directamente al presidente de la federación a ponerse en contacto con él en
menos de dos horas o no tendría más remedio que buscar otras alternativas,
finalizando la comunicación con una referencia al cargo que ostentaba el
receptor del mensaje y haciéndole ver que si no daban solución al fallo, el
cargo, por lógica, corría peligro de desaparecer.
Fue entonces cuando la presión
pública más se palpaba, cuando la gente escribía párrafos henchidos de
desaliento, cuando una llamada de socorro generalizada sollozaba
por la red, pedía
clemencia ante lo que ya se aventuraba como el fin del fútbol y trataba, a
gritos de bytes, de hacer llegar un mensaje terminal. Un mensaje que, sin
embargo, nunca habría de llegar a su destino, el presidente de la federación,
quien retozaba en ese momento, ajeno a hordas desmadradas y cándidos alaridos,
en algún lugar de Asia con alguna joven a cambio de poco.
Las agencias de prensa escribían
pulcras y escuetas notas que los medios se encargaban de hinchar, inventando
todo el ornamento. Tanto es así que, entre las decenas de versiones oficiales
dudosamente contrastadas, se hablaba de la indignación del presidente ante lo
que, decían, había considerado como una afrenta del míster al exigir su
respuesta con un límite de tiempo. La realidad era que ni conocía el mensaje de
la discordia, ni la reacción desesperada de la multitud y sólo se afanaba por
mantener el ritmo y el aliento ante la fogosidad inocente de la chica.
Tras las dos horas anunciadas como
límite por el entrenador, una llamada suya a un periódico hacía saltar de nuevo
todas las alarmas. Requería de manera inmediata la presencia del ministro de
deportes en su domicilio. Fue el propio medio quien le hizo saber que se
encontraba fuera del país en viaje oficial y que, por tanto, no podría
personarse en su casa. El ministro sí estaba localizable y fueron los miembros del
gobierno que estaban disponibles, y tratando de gestionar la complicada
situación, quienes consiguieron ponerse en contacto con él para explicarle las
circunstancias que estaban aconteciendo. El ministro, quien se encontraba en la
otra punta del mundo sin justificación alguna para aquel viaje, que
curiosamente sí tenía los gastos justificados, explicó amargamente que era
imposible volver en menos de un par de días.
El comité de expertos, en vista del
vacío que estaba aflorando, se postuló a través de su trío de representantes
para ser el nexo entre el entrenador y el resto de partes implicadas. Mientras,
en las calles, los vándalos aprovechaban el desconcierto para darse al pillaje
saqueando comercios de todo tipo. Cubrían sus rostros ataviados con gorros de
lana, más propios de otra época del año, y las bufandas de sus equipos, con las
que tapaban nariz y boca. Con este aspecto y armados con carros de
supermercado, cargaban enormes televisores, donde quizá pretendieran ver la
siguiente jornada de liga, lavavajillas y hasta
alguna cafetera.
Saludaban sonrientes a las cámaras de los informativos retirando su bufanda
para ser reconocidos por sus familiares, orgullosos de estar saliendo por
televisión. A las puertas del palacio de congresos el árbitro, con el aire
altivo que le caracterizaba, hizo acto de presencia carpeta en mano, escoltado
por los otros dos vértices del triangulo de portavoces.
—¡Cállense! — gritó ásperamente.
Casi un minuto después se produjo un
rugoso silencio y fue entonces cuando el colegiado inició su discurso.
— Estamos capacitados para llevar a
cabo las gestiones necesarias y somos representantes de un grupo de destacados
miembros históricos de este deporte. Queremos reunirnos, con carácter de
urgencia, con el entrenador y encontrar, de una vez por todas, una solución
para este asunto. Es por eso que, a continuación, nos dirigiremos a su
domicilio con la decidida intención de verle y hablar con él. Nos comprometemos
a tratar con la debida cautela la información que en esa reunión nos sea dada.
¡Abran paso! — concluyó con un gesto exagerado.
Cientos de flashes impactaron sobre
los ojos deslumbrados del trío, que emprendió la marcha tratando de taparse con
la mano los fogonazos constantes. No habían conseguido avanzar más de veinte
metros cuando obtuvieron la negativa del entrenador a través de la red social
alegando que el árbitro sólo buscaba notoriedad, que al ex-jugador le venía
grande todo este asunto y al ex-seleccionador, al que llamó en el mensaje
cariñosamente por su apodo, le mostró sus respetos pero insinuó que estaba
mayor para ocuparse de un problema que, a estas alturas, era ya internacional,
pues los actos vandálicos se estaban reproduciendo en todas las zonas del mundo
en las que había un considerable fervor popular por este deporte. Los
representantes de la comisión, debidamente informados por los periodistas que
aguardaban a presión más palabras, volvieron a entrar, cabizbajos, en las
instalaciones del palacio de congresos. Fue allí dentro donde supieron que
habían sido amenazados de muerte a través del teléfono gratuito, puesto a
disposición de los aficionados a fin de informar de cualquier pista que pudiera
arrojar algo de luz en el
conflicto, y también
habían inundado de agresivas advertencias todas las vías de contacto personales
con los miembros del comité, quienes en esos momentos ya se planteaban la
posibilidad de deponer su trabajo en aquel siniestro enredo para evitar
represalias. Sin embargo, temían que si abandonaban sus funciones fueran
linchados por la multitud por huir sin conseguir una solución.
La policía, desbordada, reclamaba la
ayuda del ejército para controlar a la muchedumbre enfurecida, mientras
estatuas y monumentos habían sido arrasados y el caos reinaba en las ciudades
de los países afectados, donde no quedaba en pie ni un semáforo, ni una señal o
marquesina, donde la barahúnda era ya extremadamente incontrolada. Tanto es así
que todos los agentes de la ley, incluidos los levemente lesionados o con enfermedades
suaves, habían sido llamados para ofrecer apoyo en el intento infructuoso de
mantener el orden. En el seno mismo del despliegue, un reducido pero belicoso
grupúsculo había ido envenenándose en sus propios comentarios y debates,
llegando incluso a tramar un plan para acceder al domicilio del entrenador y
darle una paliza, pero en su ira bien habría podido acabar la conspiración en
un salvaje asesinato. Así pues, algunos de aquellos que debían poner orden,
urdían complejas maquinaciones para solucionar por la vía rápida el entuerto.
La situación se había agravado de tal
manera, que el gobierno del país se vio obligado a tomar varias medidas para
contener a la multitud, que rezumaba odio y descontrol. En primer lugar, y
tomando en consideración la solicitud de los mandos policiales quienes llevaban
horas poniendo de manifiesto su incapacidad para dominar aquella batalla por
falta de medios, varios batallones del ejército tomaron las zonas calientes de
las principales ciudades. Ciertamente surtió efecto, pues la multitud parecía
contenerse ante la figura de aquellos hombres de camuflaje y sus fusiles de
asalto. Sin embargo, tras un primer impacto visual y unas pocas horas, la gente
fue acorralando a los militares, cercándolos poco a poco, impidiendo que estos
tuvieran margen de maniobra salvo que usaran sus armas lanzando alguna ráfaga
al aire. Para entonces, y con una situación similar en los diversos puntos en
los que los soldados habían tratado de manejar el conflicto, el gobierno tuvo
que anunciar la proclamación del toque de queda.
La maniobra sirvió para
aligerar las calles de transito, sobre todo de las personas más pacíficas que
se recluyeron, timoratas, en sus casas. Así pues, los miembros de las fuerzas
armadas y los agentes de policía empleaban, en las horas de prohibición, toda
la violencia necesaria para disolver, al menos de manera momentánea, a los
tumultuosos grupos de ciudadanos desbocados. Las escenas eran dramáticas tras
los ataques a empellones de las fuerzas del orden. Cada nueva batida, nuevos
heridos, que huían después despavoridos tapándose las brechas tratando
inútilmente de contener las hemorragias. Las primeras horas desconcertaron
muchísimo a la masa popular. Las carreras se sucedían en los aledaños de las
calles de referencia en el conflicto, siempre en el mismo orden desordenado:
primero los indignados protestantes y, a continuación, los policías y soldados
armas en mano alcanzando a su paso a los más lentos de los primeros. Sin
embargo, no tardaron en volverse las tornas y pocas horas después los
ciudadanos se habían vuelto a hacer con el dominio de la situación tras
capturar a decenas de rehenes que en el cuerpo a cuerpo habían cedido a manos
de la revuelta.
Una noche duró la situación. A la
mañana siguiente, en vista del resultado nocturno, el gobierno se vio obligado
a declarar el estado de excepción. Las situaciones que se daban en las ciudades
del país se reproducían como un calco horas más tarde en todas las
internacionales donde el efecto había tenido repercusión. Los gobiernos se
veían desbordados por una tesitura incontrolable y apremiaban a los mandatarios
del país de origen del conflicto a conseguir, con carácter de urgencia, la
declaración pública del fallo por parte del entrenador. Los analistas políticos
y tertulianos de magacín compartían la opinión de haber superado el conflicto
su propio origen y no dudaban en calificar ya de inútil, a estas alturas, el
testimonio del entrenador, a quien acusaban descarnadamente por haber generado
una situación que algunos, fundamentalmente los más ácidos comentaristas
profesionales de mesa camilla en debate precocinado, vaticinaban como el origen
de una guerra mundial.
Declarado el estado de excepción, las
líneas telefónicas del míster no tardaron en ser pinchadas por las autoridades
a fin de conocer de primera mano los motivos iniciales del
problema, varios
agentes secretos irrumpieron en su casa y amenazaron violentamente al hombre
para sacarle la información.
Mientras tanto, el comité había
perdido la fe en encontrar una respuesta en el contenido audiovisual. Nadie
parecía dar con el fallo y los nervios se habían apoderado de los antes
circunspectos miembros, que ahora se gritaban reproches e iniciaban pequeños
conatos de pelea que advertían lo que no iba a tardar en llegar. Y así fue. Los
ex-jugadores la emprendieron a insultos contra los colegiados, que trataban de
imponerse con gesto impetuoso, algunos técnicos intentaban separar a
futbolistas y árbitros, mientras que otros se sumaban a ellos en la refriega.
Cuando el enfrentamiento alcanzo la suficiente temperatura y las mentes
encerradas llegaron al punto de ebullición, los colegiados tuvieron que salir
corriendo. Se veían en un aprieto pues no podían huir a la calle, donde a todos
les esperaban cientos de exaltados, por lo que corrían por los pasillos y
salones del palacio de congresos en círculo con los ex-jugadores más jóvenes
detrás y los menos jóvenes después, mientras que los ya entrados en años
esperaban sentados, junto con los entrenadores más veteranos, a que se cansaran
de moverse.
La noche siguiente se inició con un
espectacular despliegue militar. Los soldados marchaban por las calles
resonando sus acompasadas pisadas, rebotando en las paredes de los edificios
adyacentes multiplicando el efecto sonoro. Tras huir, los alterados trataron de
reunificarse en zonas aledañas, pero la marcha marcial inundaba todo a su paso
y la multitud se fue quedando en cuadrillas, y las cuadrillas en corros y los
corros en nada. Fue entonces cuando los agentes secretos, que torturaban
psicológicamente al míster desde hacía horas, decidieron aprovechar el vacío en
las calles para trasladarle a un lugar seguro.
Los medios comenzaron a anunciar una
rueda de prensa del entrenador, que se iba a producir una hora más tarde.
Curiosamente decían ofrecer esta primicia en exclusiva a pesar de haberla
conseguido todos al mismo tiempo a través de dos importantes agencias de
noticias.
El mundo se paró por un
momento, al menos el mundo que había estado convulso por estos acontecimientos,
que a estas alturas era casi todo, bien sea por implicación directa o bien por
informar sobre los graves acontecimientos que se producían en países vecinos.
Las tertulias televisivas echaban humo entre voces solapadas que hacían
imposible al espectador entender nada. El ministro de deportes, recién llegado
al aeropuerto con un exagerado moreno facial trataba de hacer creer que él
había mediado para que el entrenador hablase en la rueda de prensa que se iba a
producir. Poco antes, el presidente de la federación había aterrizado en el
mismo aeropuerto, saliendo con cara de felicidad y desahogo, y animando a los
periodistas que amontonaban sus micrófonos delante de su boca a relajarse,
explicando que no había motivos para estar tan tensos, mostrándose ajeno a
todos los acontecimientos.
Llegó la hora de la rueda de prensa.
Era una pequeña sala en la que no había nadie. La cámara enfocaba a una mesa
cubierta con una tela que llegaba hasta el suelo. Tras ella, una silla también
protegida con el mismo tejido y en la pared, el fondo de madera con algunos
sobrios ornamentos. A un lado una bandera local; al otro, una nacional. Su
sombra precedió unas décimas de segundo la aparición del entrenador quien, a
solas, parapetado tras aquel trapo inició muy serio su discurso para los medios
de comunicación de medio mundo:
—Créanme, esto del fútbol no tiene
tanta importancia.